De odios y simpatías

El suplemento dominical del diario El Mundo publicaba este fin de semana una encuesta sobre los 20 personajes más queridos y odiados por los españoles. El resultado es, cuando menos, decepcionante, y dice mucho --quizás demasiado-- de este país.

En corazón de los españoles el mayor hueco está reservado a Iker Casillas, el portero que inundó el país de ilusión en la última Eurocopa. Junto a él comparten la lista de los más queridos otros cinco deportistas, los reyes y el príncipe, Zapatero y Rajoy, y artistas como Plácido Domingo, Montserrat Caballé, Concha Velasco, Manolo Escobar, Almodóvar y Belén Rueda. Completan la clasificación José Tomas, Ferrán Adriá... y el padre Vicente Ferrer, que se asoma en el puesto 19.


Es decir. Que los españoles valoramos más a futbolistas millonarios, a reyes y príncipes nombrados a dedo por 'la gracia de Dios', a actores, cantantes y hasta a políticos (no se puede caer más bajo). Y tras ellos dejamos a Vicente Ferrer, un hombre que ha dedicado su vida a ayudar a los más desfavorecidos; que se ha sacrificado por los demás hasta lo indecible; y cuyo único sueño es acabar con las desigualdades que, cada día más, se producen en el mundo.

Pero claro. ¿Qué es todo eso comparado con un hombre que cada verano no saluda con cariño desde el yate que nosotros mismos pagamos? ¿O con esos deportistas que trabajan sin descanso tres o cuatro horas diarias a cambio de apenas 6 ó 7 millones de euros al año? ¡Qué pena de país!

Gran Vía, 54

El semáforo, caprichoso, se pone en rojo. El coche se detiene lentamente entre el bullicio de la ciudad. Miro a la derecha y lo encuentro. Gran Vía, 54. El portal parece mirarme, retarme, mientras algo ocurre dentro de mí. Decenas, centenares de recuerdos se agolpan y amenazan con renacer sin ni siquiera pedir permiso. Gran Vía, 54. Mi mente comienza a viajar por peligrosos caminos transitados por un pasado hasta ahora enterrado en los recovecos de la memoria.

Gran Vía, 54. Una mirada inocente. Un encuentro casual. Una amistad peligrosa. Un sueño sin cumplir. Unas vidas paralelas condenadas a no cruzarse jamás. Caprichos crueles del destino. Cosas que ocurren aunque nunca llegan a suceder. Manos turbias. Labios silenciosos que prefieren callar a tratar de explicar lo inexplicable. Huida cobarde amparada por la noche. Vacío. Una imagen que persigue. Gran Vía, 54.

El coche arranca suavemente y vuelvo al presente. ¿Qué me ha pasado?, reflexiono inocente. Es el pasado, me contesto. Porque por mucho que uno corra su pasado siempre le alcanza.

La sonrisa de un niño

Niños que pierden la inocencia. Que no sonríen, ni juegan. Niños que han visto demasiado. Niños, en fin, a los que el destino ya les ha quitado más de lo que les podrá devolver en toda una vida.

Fotos que cuentan más de lo que sugieren. Dos hermanos en el corazón de los Balcanes, en un poblado de Kosovo. Observan curiosos. Fijamente. Fríamente incluso. Pero no sonríen. Nunca.

Amigos mutilados por las bombas. Noches de infancia en vela. Padres y madres enterrados. Odios enconados. Perspectivas sombrías de futuro. Miedo. Hermanos mayores que nunca volverán.

Eran 'Las troyanas', de Eurípides. Y también la guerra de los Balcanes. Y es Irak. Y es Afganistán. Y será Irán. Y tantos otros. Es la condición humana. Atacar y destruir. Lo hicieron los moros con los cristianos, los cristianos con los moros, los romanos con los egipcios, los hutus con los tutsis...

La guerra, siempre la maldita guerra. Hombres poderosos reunidos en torno a una mesa que deciden sobre la vida y la muerte. ¡Qué más da!, pensarán. Todo es cuestión de dinero, asegurarán. Y es que en un mundo en el que la muerte se ha convertido en un negocio, a nadie le importa ya la sonrisa de un niño, el dolor de una madre o el vacío de una ausencia.
La guerra, siempre la maldita guerra. Porque sí que importa la sonrisa de esos niños. Porque cada ausencia es una herida sin cicatrizar. Porque aún hay días en que recuerdo la tumba de ese niño en un rincón olvidado de un valle kosovar y me dan ganas de llorar. Porque como dijo alguien alguna vez, en mi vida he encontrado muchas causas por las que merece la pena morir, pero ninguna por la que merezca la pena matar. Porque no existen las armas inteligentes. Porque hablar de víctimas colaterales es insultar a la humanidad. Porque cada vez que veo una versión de 'Las troyanas' recuerdo que no hemos cambiado nada. Porque cuando ví el montaje de Samarkanda se me saltaron las lágrimas. Por eso, yo lo tengo claro. NO A LA GUERRA. SÍ A LA VIDA
Fotografías. Reportaje gráfico de Pablo Sarompas en Kosovo

De fútbol, banderas y espíritu nacional



No sé si se habían enterado, pero España ha ganado la Eurocopa de fútbol. Aunque si no se habían enterado, seguro que se han sorprendido ante la maraña de banderas de España que en las últimas semana ha inundado las calles de nuestro país. Por primera vez, todos a una. Desde Ponferrada al Cabo de Gata, desde Melilla a Bilbao. Todos a una, empujando a la selección. Gente que hacía años que no veía un partido de fútbol aclama ahora la figura de Luis Aragonés, el juego fino de Andrés Iniesta o la inteligencia de Xavi. Y, por supuesto, a Iker Casillas, que se ha convertido en héroe nacional.

Como no podía ser de otra forma, los políticos se han subido al carro. Que si esto demuestra la existencia de un espíritu nacional, que si el triunfo de España es la demostracion de nuestro crecimiento y evolución como país... vamos, las gilipolleces de siempre. Porque entonces esto querría decir que si Torres no hubiese acertado ante el portero alemán y el árbitro nos hubiese pitado un penalty en contra, seríamos peores como país. O que los alemanes ahora son una panda de desgraciados, sin futuro como nación y una economía en declive sólo porque Ballack tuvo un mal día.

En fin. Que dentro de una semana las banderas volverán a sus armarios (a menos que nos vaya bien en las Olimpiadas de Pekín), Fernando Torres estará tumbado tranquilamente en la playa, Luis Aragonés estará jarto de comer kebap y cada español volverá a tirar para su lado. Vamos, que la Eurocopa no ha sido más que un espejismo de felicidad, un oasis de alegría en mitad de una crisis que amenaza con torcernos la sonrisa.

Así que confiemos en que Rafa Nadal (mañana) y la selección de baloncesto (en las Olimpiadas) nos vuelvan a hacer reir y nos permitan olvidarnos de que el paro no deja de subir, el puto euríbor amenaza con asfixiarnos y la gasolina es más cara que el coche. ¡Viva España!