El tiempo se escurre entre los dedos

Como rebeldes granos de arena que se resisten a ser atrapados. Como el agua incontenible de una ola del Mediterráneo. Como tu sospechosa mirada. Así se me escurre el tiempo entre los dedos, y así se acaba un año más.

Parece que fue ayer cuando la Nochevieja del año 2000 la vivía por duplicado, en Badajoz y Elvas. O cuando escuchaba las campanadas que emitía la radio de un coche en la orilla de una playa. O aquel año que las retransmitimos en un restaurante de Londres. O aquella noche que pasamos soñando con el viaje a Estambul. Un año más, un año menos.

El tiempo vuela, y a veces siento que se pierde. Aunque el poeta Manolo García me contradice: Nunca el tiempo es perdido, canta convencido. No lo tengo tan claro. Como diría el poeta, el tiempo que se olvida, ¿sabes tú a dónde va?

Pero el año apura ya sus últimos suspiros y es el momento de hacer balance de lo pasado y acopio de buenas intenciones. Como de esto último no ando sobrado, y ya estoy mayor para engañarme, me centraré en el balance de la anualidad que ahora termina.

2008 ha sido, es aún, un año curioso, especial, de esos que permanecerán en mi memoria para siempre a pesar de los vacíos que me dibuja la noche a menudo. Porque alimenté mi eterna rebeldía y cumplí un sueño y una promesa, saltar al vacío y dejar el trabajo. Entré en un mundo nuevo, desconocido, y conocí entre bambalinas a gente de esa que merece la pena (algo cada vez más difícil, por cierto). Jugué con fuego sin quemarme. Entré varias veces en una clínica en la que a algunos --Ch., B., N., S., M.J y G.-- nos han nombrado socios honorarios. Vi la maldad de cerca y no me pasé al lado oscuro. Resistí los envites y no caí en la tentación de los cantos de sirena. Aprendí a dar abrazos. Soñé entre piedras bimilenarias. Me tambaleé en un karaoke, en el mismo rincón en que S. se daba a la fuga y presumía de silla nueva. Descubrí algunos límites insospechados. Regresé a Melilla, conocí Estambul y viajé a Nueva York y Londres. Volví a Lisboa y repetí en Sesimbra. Hice promesas y muchas las cumplí. No perdí a ningún ser querido. En 2008 aprendí mucho. Y también hice lo que quise.

Y sólo por eso brindo por el año que se va, aunque se me escurra entre los dedos, aunque mi frágil memoria amenace con borrar muchas cosas importantes. Aunque ni siquiera este cuaderno de bitácora recoja las cosas más importantes, ésas que no se pueden --ni se deben-- explicar.

Nostalgia y navidad

Miro atrás y veo. A veces ni siquiera eso. Sólo miro atrás y apenas recuerdo un gesto, una mirada, un perfil. Miro atrás y siento. Amigos que se fueron quedando en la cuneta, y otros que siguen ahí, pero por los que ni siquiera descolgamos el teléfono. Siento nostalgia. Será la puta navidad que nos acecha, o simplemente dos cubatas mal traídos.

Uno es lo que hace. Y lo que deja atrás. En mi caso ambas cosas pesan igual. Y cuando reflexiona y se decide a coger el teléfono, o incluso a escribir un correo electrónico, descubre que algo se remueve en su interior. Muchas ciudades, muchos amigos diferentes. Los del instituto, los de la universidad, los del periodismo, los del teatro... Será la puta navidad, que nos empuja hacia la nostalgia, o será ese chupito de licor de hierbas en la Taberna de Sole.

Una voz amiga al otro lado del teléfono. El email de alguien que creías que ni siquiera te recordaba. La carta sincera de un compañero al que un día cualquiera, sin saber muy bien porqué, dejaste de llamar. Será la navidad, que intenta en vano hacernos mejores personas, o sólo el destello cegador de las luces del belén.

Con el frío, los buenos propósitos. Este año el gimnasio, aprenderé inglés, quedaré a comer una vez al mes con los viejos amigos, ahorraré, seré más cariñoso (hasta puede que por fin aprenda a dar abrazos, Ch.) y no dejaré que los malos pensamientos me invadan. Mentira. Será la navidad, que quiere transformarnos en lo que no somos a base de ingestiones masivas de polvorones y turrón duro. Por cierto, dos alimentos que deben estar tan deliciosos que no nos atrevemos a probarlos en el resto del año.

Pero sea lo que sea, la nostalgia me invade en estas fechas. Entre sueños distingo los rostros de los que yacen para siempre en la oscuridad, y también los de aquellos que quedaron atrás y no volverán a nuestras vidas. Vislumbro nombres, caricias, miradas, sueños olvidados y aventuras que quedan tan lejos como el espectáculo del silencioso amanecer en el desierto de Wadi Rum.

Será la puta navidad, que nos obliga a añorar lo que perdimos, a extrañar lo que alguna vez pudimos tener y a desear lo que jamás será realidad. Cago en la puta...

Viaje a las entrañas


Imágenes, rostros, nombres, calles... Es extraña la sensación de volver al lugar del que uno procede. Allí, en Melilla, el tiempo parece haberse detenido, al menos para mí, aunque muchas cosas han cambiado. El viejo mercado apura sus últimas semanas, la mítica Flor de la India echará el cierre en breve y ya hay más chinos que hindús. Los bares están ahora en el Puerto Deportivo, y una pasarela une el Paseo Marítimo con la Plaza de España.

Pero la esencia permanece, y miles de recuerdos se agolpan en mi cabeza al reconocer cada rincón. Los helados de la Ibense, el parque Hernández, y el parque Lobera, las teterías del Real, el aeropuerto tamaño familiar, las COAs, las paradas de autobús, las fuentes públicas...

Es extraña la sensación de ir por una calle europea, cruzar, y encontrarse, de pronto, en medio de una ciudad africana. Un lugar donde el tiempo se detiene, las religiones se apartan y pase lo que pase, nunca pasa nada (como dicen los melillenses). Un espacio en el que los empresarios se desesperan, donde cruzar la frontera se convierte en una aventura y los amigos permanecen.

Ha sido como volver a las entrañas de uno mismo. Tomar una copa sentados sobre el pick-up de Samuel bajo la atenta mirada del militar que vigila la frontera en el último dique español. Cruzar las puertas del viejo instituto y, esta vez sí, entrar por la zona de los profesores. Ver de cerca la sonrisa de Cilleruelo. Escuchar a Quini relatar sus historias mientras nos invita a merendar aunque, por primera vez, ella no paga. Contar chistes malos. Reir hasta sentir que te duele el estómago. Decir las cosas claras. Ver bailar a Pablo. Preocuparse por los que no están bien. Recuperar gente que uno creía perdida. Asaltar la madrugada una y otra vez, como si fuese la vida en ello.

Demasiadas cosas para tan poca inspiración.

FOTOGRAFÍA: FARO DE MELILLA. J. A. A. (dedicada a S. y O.)