Ladrones del tiempo

Imágenes que asaltan mi memoria sin dar explicaciones. Un reloj de arena boca abajo. El tiempo que se marcha sin compasión.

Son los hombres grises, aquellos que perseguían a Momo, aquellos cuya misión era robar el tiempo. ¿Dónde van los minutos que se pierden? ¿Y dónde se almacenan las cosas que jamás ocurren? Son preguntas sin respuesta, dudas que no conducen a nada. Como la vida misma.

La niebla. Los sueños. Las miradas. El silencio. La sinceridad. Las palabras que dichas son de otra manera. Cosas bellas. Cosas sinceras. El tiempo que se me escurre entre los dedos.

Los recuerdos. La vieja caja imaginaria donde almaceno tus miradas, tus palabras escondidas, tus pensamientos, aquellas historias que nunca se contaron porque nunca sucedieron. El reloj de arena que no se detiene.

Pasa un día tras otro. Manos que se rozan. Cuerpos que se esquivan. Miradas que se huyen. Palabras que se acarician. Pensamientos que, la verdad, no tienen demasiado sentido.

Minuto tras minuto. El fondo de una copa de cerveza. Aquella mirada encendida. Aquella palabra que nunca se dijo. Aquel sueño que nunca se cumplió.

El puto reloj de arena que no deja de contar las horas.

¿Dónde está Zimbaue?

El sol se ha desperezado, ha abandonado su huelga y ha decidido visitarnos por fin. Esta mañana me ha deslumbrado, una sensación que prácticamente no recordaba. Me he sentado a escribir sin saber muy bien qué iba a hacer, como casi siempre. He pensado en los sinvergüenzas de nuestros políticos y sus amiguitos los banqueros. En toda esa gente que lo está pasando mal con esta mierda de crisis. En los amigos que he recuperado gracias a la magia de las redes sociales. En ese tipo que ha tendio que dejar un reality antes de empezar porque se ha descubierto que mató a sus padres (y cumplió menos de tres años en un reformatorio porque era menor). E incluso, en un ejercicio de dolorosa nostalgia, me he acordado de la belleza serena de Lisboa, de la magia de París y de la locura lúcida de Nueva York.

Pero un día, cuando empecé a escribir tonterías en este mi rincón, me comprometí conmigo mismo a incidir en una idea: hablar de aquello que nadie nos cuenta, de las noticias que olvidan en los telediarios, de las cosas que ni siquiera abordan el repetitivo 'Callejeros'. Porque la palabra es mi única herramienta.

Y me he acordado de Zimbaue. Uno de esos países olvidados (como casi toda África) donde el cólera que tan bien retrataba García Márquez ha vuelto con fuerza inusitada: 60.000 afectados y más de 3.000 muertos, a lo que suma que casi un tercio de la población padece sida... en pleno siglo XXI. A alguno (Obama, UE, ONU, OTAN...) se le tenía que caer la cara de vergüenza.



La situación económica es igualmente lamentable. Es el país con la mayor inflación del mundo.

Es un país en manos de un dictador, Robert Mugabe, pero es uno de esos dictadores sin petróleo. Es decir, de esos que no le importan a nadie. Un hombre que en plena crisis humanitaria ha celebrado su 85 cumpleaños por todo lo alto. Según The Times, comprando 4.000 porciones de caviar, 3.000 patos, 16.000 huevos, 3.000 tartas de chocolate y vainilla, champán francés y 8.000 cajas de bombones Ferrero Rocher. El año pasado sus 'regalos' fueron ingresos bancarios que alcanzaron los 1,2 millones de dólares y ahora el 'simpático Mugabe espera superar esa cifra.

Crisis humanitaria, dictadores, muerte, represión... es la eterna historia de África, ésa que el llamado primer mundo escribe con los renglones torcidos. Pero no pasa nada, porque la mayoría de nosotros no sabríamos ubicar Zimbaue (antes Rhodesia) en el mapamundi. Es nuestra tragedia. Es la tragedia de estos días que corren.