José Sacristán y sus 7 papeles por 30 duros en el Festival de Mérida

Hoy que se ha conocido la concesión a José Sacristán del premio CERES - Emérita Augusta por su carrera, he recordado la entrevista que le hice para el libro 'Testimonios' que publicó el año pasado el Festival de Mérida. Aunque nunca fue protagonista en el Festival, sí que apareció dos veces sobre la escena del Teatro Romano. La última ocasión fue con motivo de la entrega del premio Scaena a Dario Fo.
Pero muchos antes, en 1964, cuando era apenas un joven actor empezando su carrera, José Sacristán pisó la arena del Teatro Romano de Mérida, y aquel día, según cuenta él, todo cambió. ¿Quieres saber por qué?


¿Qué recuerda del Festival de Mérida?
Pues para mí fue inolvidable, porque estoy convencido de que no tuvo ninguna repercusión ni para el público ni para el resto de los profesionales, pero le puedo decir que supuso un cambio definitivo en toda mi carrera profesional, debido no al festival ni a la obra que yo representé, sino a la presencia en él de José María Morera, un director que se acercó a Mérida para dar las gracias a don José Tamayo por un elogio anterior.

Fue en ‘Julio César', con José María rodero y Javier Escrivá como protagonistas…
Yo hacía siete papeles por 30 duros, como lo oye. Entonces entre el público estaba el señor Morera, y al final me mandó un emisario para decirme que me llamaría para lo primero que montase en Madrid… y cumplió su palabra. Volvimos con la Compañía Lope de Vega a Madrid y un representante del señor Morera me llamó para incorporarme a su compañía en una obra que estrenaban en el teatro Alcázar y que se llamaba ‘Muy guapo, muy rubio, muy muerto’, donde ya el papel era otra cosa y sobre todo el aumento del sueldo, que para mí era fundamental, pasé de la s150 a las 250… Ahí no terminó la cosa. El señor Morera se asoció con Pepita Martín y Manolo Sabatini, actores que venían de una temporada muy exitosa en Buenos Aires y montaron ‘La pulga en la oreja’, de Georges Feydeau, y por un corrimiento de papeles en un momento determinado el señor Morera me ofreció el papel que cambió de arriba abajo toda mi carrera. Fue pasar de la noche a la mañana pasar de ser el que sacaba la lanza con Tamayo a que la gente preguntase por mí. Y todo eso ocurrió a partir de Mérida, que para mí es de vital importancia. En aquel año 1964 la situación era terrible para mí, y cómo se me va a olvidar que fue precisamente en Mérida donde todo cambió, porque a partir de ahí las cosas fueron muy distintas.

¿Qué recuerda de aquel escenario?
Acojonante, porque te puedes imaginar lo que suponía… lo que pasa es que entonces mi vida era muy extrema económicamente hablando, tanto que pasaba hambre, sencillamente. No voy a dramatizar ahora, pero mi mirada estaba más en mi estómago que en las ruinas del teatro. Pero realmente allí estábamos con un ejército, en llamas, como José Tamayo montaba todo esto, con mucha espectacularidad.

¿Nunca le volvió a surgir la posibilidad de volver al Festival de Mérida?
Me llamaron precisamente para entregar un premio al maestro Darío Fo, y fue un honor para mí rendirle ese homenaje merecidísimo, pero la verdad es que nunca hubo otras ofertas concretas. Bien es verdad que a partir de 1965, cuando hago la primera película, mi carrera se centró en el cine.

Foto: Festival de Mérida


Todo cambia

Cae el atardecer. Huele a zumo de naranja, a café recio y a océano portugués. En el silencio de la tarde resuenan la canción de una niña y el agua al golpear contra la piedra, persistente, una  y otra vez. Sólo tú y el precipicio. Sólo la sangre blanquecina del acantilado convertida en espuma tras cada embestida.

Cierras los ojos. Todo cambia. Nada permanece. Una vez más.  En tu cabeza resuenan esas viejas canciones que siempre te acompañan. Oyes al boss con su Youngstown, a Calamaro hablando de lo que pasará dentro de diez años y Extremoduro que te cuenta qué pasa tras la vereda de la puerta de atrás. Resuenan Offspring, Goran Bregovic, Nacho Vegas y Johnny Cash.

Todo cambia. Nada permanece.

Lo esencial es invisible a los ojos y hace mucho que aprendiste que no importa el dónde, sino el qué, el cómo y, sobre todo, el con quién.  Hace mucho. Aprendiste.

El precipicio te observa fijamente, como si te llamase. No tienes miedo. Todo cambia. Nada permanece.


Abres los ojos y estás frente al espejo. Te encuentras una mirada que arrastra ya cuatro décadas. En las pupilas encuentras ilusiones, ideas, proyectos… ganas de vivir. La sensación de que todo acaba de empezar. De que lo mejor está todavía por llegar.

Parpadeas apenas y estás de nuevo frente al acantilado. Con el olor a zumo de naranja, a café recio y a océano portugués. Y sin saber por qué, sonríes. Avanzas con paso firme, sin dudas ni excusas, y el precipicio te engulle. Una vez más.

Todo cambia. Nada permanece.


Lo esencial es invisible a los ojos.