Cuando
tenía 13 años me robaron un reloj. Sería de plástico. Sería Casio. A lo mejor hasta tenía calculadora. Fue en una ciudad lejana que tenía playa. Fue en una cuesta camino de Cabrerizas. Fue hace
tanto tiempo que me parece que le pasó a otro.
Aquel día, inundado por la rabia, me hice una promesa: jamás me volvería a ocurrir. Durante meses,
encerrado en mi rencor, me centré en idear sistemas que me
permitiesen cumplir mi juramento... hasta que di con la solución perfecta. Nunca volvería a llevar reloj.
Hoy, 25 años después, puedo decir orgulloso que
cumplí aquella promesa adolescente
que sólo me salté en ocasiones en las que la etiqueta casi lo exigía. Y a veces ni eso.
Pero
luego descubrí que aquello no era
suficiente. Que había sobre la tierra una raza
diferente de gente que se dedica a robar lo más preciado que tenemos: el
tiempo. Y aún sin un reloj en mi muñeca siento cómo mi corazón se estremece, cómo renace aquella rabia
salvaje, cada vez que me enfrento a uno de esos ladrones de guante blanco.
Algunos
simplemente llegan tarde. Otros te arrastran a conversaciones insípidas sin sentido. Los hay que te atrapan por teléfono sin dejarte escapatoria. Y otros, simplemente, te
meten la mano en el reloj y roban. A mí, una vez, me robaron cinco
meses de golpe. ¡Cinco meses! Acudí indignado a la policía, pero ante sus risas poco
disimuladas acabé desistiendo de presentar una
denuncia.
Seguramente,
si sumo los pequeños hurtos temporales sufridos
a lo largo de mi existencia, más los que me quedan por soportar
si sobrevivo hasta los 80, habré perdido por el camino toda
una década, calculando a ojo de buen
cubero.
Ahora
entiendo a Momo y las huidas de sus hombres grises. La creación de los Bancos de Tiempo. A la gente borde que corta las
llamadas de la forma más abrupta. Las miradas
asesinas de un conversador aburrido. A quienes se niegan a ver la televisión. A los que ganan horas observando los relojes de Dalí. A la gente que cuando ve aquella película sobre poetas muertos acaba gritando 'Carpe Diem'.
Respeto
por encima de todo a aquellos que entienden, aunque sea tarde, que el tiempo es
lo más sagrado que tenemos. Lo único con fecha de caducidad. Lo único que no podemos comprar. Aquello que cuando se pierde,
no vuelve jamás. Eso que únicamente se detiene cuando sonreímos en buena compañía.
Porque
los relojes nunca interrumpen su cruel camino, porque nunca hay marcha atrás, porque nada vale tanto. Tic Tac.
IMÁGENES
Relojes de Dalí
Torre del Reloj de Praga