El otoño es extraño. Nostálgico. Tiene el color amarillento de las hojas que siembran
la tierra tras su baile cansino. Tiene el tacto del aire frío estirando la piel. Huele a humedad, a sueños que están por venir, a viajes ya
planeados. Tiene el tacto de un jersey de lana. El olor de los armarios
reordenados y de los guisos de mamá. De las sopas de pollo y de
los braseros recién encendidos.
El otoño es tiempo de cambio y de mudanza. De vidas por estrenar.
De piezas que encajan sin saber muy bien por qué.
En otoño la memoria saca su particular mesa del trilero a la
calle. ¿Dónde está la bolita? ¿Aquí o aquí? ¿Cómo fue aquello? ¿Así o así? Los ojos entrecerrados,
mirando fijamente aquella foto macilenta en busca de una respuesta que nunca
aparece.
Es en otoño, con el paso de una hoja más del calendario dibujado en
el horizonte, cuando la niebla se abalanza sobre los recuerdos.
Porque
nunca es lo que pudo haber sido. Porque la vida es una carrera en la que nunca alcanzamos
al futuro. Porque el pasado es un libro cerrado cargado de batallas perdidas,
de recuerdos creados y de soledades acompañadas. Porque demasiadas veces
la suma de dos es la soledad al cuadrado. Porque el presente es la mejor de las
recompensas.
Es otoño. El sol se apaga un poco cada día, ofreciendo un cielo cada vez más mortecino, cada vez más silencioso, cada vez más triste.
Es otoño y se acumulan las emociones. Ha muerto María de Villota, le han dado el Premio Nobel a Alice Munro,
estoy sumergido en los libros de Santiago Posteguillo y Extremoduro anuncia
nuevo disco.
Es otoño. La estación de tren de las almas
perdidas.
Es otoño. Un tiempo en el que conviene estar cerca de toda esa
gente que te hace reír sin pedir nada a cambio.
Es otoño y no me importa. Porque la vida sigue siendo un regalo
maravilloso.
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