Sobran palabras, faltan momentos

Quiero gritarte en silencio
que sobran palabras,
que faltan momentos,
que vengo a buscarte
y que nunca te encuentro,
que busco una paz negociada
con mis sentimientos.

Sobran palabras y faltan momentos.

Son tiempos de discursos vacíos, de palabras huecas que no dicen nada. De parejas que cenan a la luz de una vela mientras consultan el móvil. De turistas que nunca supieron ser viajeros. De gente que fotografía pero no mira, como si fuesen francotiradores impacientes acuciados por un reloj invisible.

Son tiempos de ruido de claxon aullando en la mañana. De mensajes de móvil que no cesan en la madrugada. De gente que choca con otra gente en la Gran Vía. De padres que no dan a sus hijos más que regalos. De ladrones de tiempo acechando tras cada esquina. De bocetos inacabados. De gente que grita en silencio sin que nadie la escuche. De gente que muere sin encontrar el momento ni las palabras para despedirse.

Sentarnos en la terraza un atardecer cualquiera, sin motivo. Mirarnos a los ojos diciéndolo todo sin hablar. Brindar con una buena cerveza. Decir adiós, te quiero, te echaré de menos, te acuerdas de aquel día y tantas cosas más.

Son tiempos sin tiempo. Donde sobran las palabras y faltan los momentos. Donde nos gritamos en silencio. Donde nos buscamos sin encontrarnos.


 

Los ladrones de tiempo


Cuando tenía 13 años me robaron un reloj. Sería de plástico. Sería Casio. A lo mejor hasta tenía calculadora. Fue en una ciudad lejana que tenía playa. Fue en una cuesta camino de Cabrerizas. Fue hace tanto tiempo que me parece que le pasó a otro.

Aquel día, inundado por la rabia, me hice una promesa: jamás me volvería a ocurrir. Durante meses, encerrado en mi rencor, me centré en idear sistemas que me permitiesen cumplir mi juramento... hasta que di con la solución perfecta. Nunca volvería a llevar reloj.

Hoy, 25 años después, puedo decir orgulloso que cumplí aquella promesa adolescente que sólo me salté en ocasiones en las que la etiqueta casi lo exigía. Y a veces ni eso.

Pero luego descubrí que aquello no era suficiente. Que había sobre la tierra una raza diferente de gente que se dedica a robar lo más preciado que tenemos: el tiempo. Y aún sin un reloj en mi muñeca siento cómo mi corazón se estremece, cómo renace aquella rabia salvaje, cada vez que me enfrento a uno de esos ladrones de guante blanco.



Algunos simplemente llegan tarde. Otros te arrastran a conversaciones insípidas sin sentido. Los hay que te atrapan por teléfono sin dejarte escapatoria. Y otros, simplemente, te meten la mano en el reloj y roban. A mí, una vez, me robaron cinco meses de golpe. ¡Cinco meses! Acudí indignado a la policía, pero ante sus risas poco disimuladas acabé desistiendo de presentar una denuncia.

Seguramente, si sumo los pequeños hurtos temporales sufridos a lo largo de mi existencia, más los que me quedan por soportar si sobrevivo hasta los 80, habré perdido por el camino toda una década, calculando a ojo de buen cubero.

Ahora entiendo a Momo y las huidas de sus hombres grises. La creación de los Bancos de Tiempo. A la gente borde que corta las llamadas de la forma más abrupta. Las miradas asesinas de un conversador aburrido. A quienes se niegan a ver la televisión. A los que ganan horas observando los relojes de Dalí. A la gente que cuando ve aquella película sobre poetas muertos acaba gritando 'Carpe Diem'.


Respeto por encima de todo a aquellos que entienden, aunque sea tarde, que el tiempo es lo más sagrado que tenemos. Lo único con fecha de caducidad. Lo único que no podemos comprar. Aquello que cuando se pierde, no vuelve jamás. Eso que únicamente se detiene cuando sonreímos en buena compañía.

Porque los relojes nunca interrumpen su cruel camino, porque nunca hay marcha atrás, porque nada vale tanto. Tic Tac.

IMÁGENES
Relojes de Dalí
Torre del Reloj de Praga

Historias otoñales de un trilero sin memoria


El otoño es extraño. Nostálgico. Tiene el color amarillento de las hojas que siembran la tierra tras su baile cansino. Tiene el tacto del aire frío estirando la piel. Huele a humedad, a sueños que están por venir, a viajes ya planeados. Tiene el tacto de un jersey de lana. El olor de los armarios reordenados y de los guisos de mamá. De las sopas de pollo y de los braseros recién encendidos.

El otoño es tiempo de cambio y de mudanza. De vidas por estrenar. De piezas que encajan sin saber muy bien por qué.

En otoño la memoria saca su particular mesa del trilero a la calle. ¿Dónde está la bolita? ¿Aquí o aquí? ¿Cómo fue aquello? ¿Así o así? Los ojos entrecerrados, mirando fijamente aquella foto macilenta en busca de una respuesta que nunca aparece.





Es en otoño, con el paso de una hoja más del calendario dibujado en el horizonte, cuando la niebla se abalanza sobre los recuerdos.

Porque nunca es lo que pudo haber sido. Porque la vida es una carrera en la que nunca alcanzamos al futuro. Porque el pasado es un libro cerrado cargado de batallas perdidas, de recuerdos creados y de soledades acompañadas. Porque demasiadas veces la suma de dos es la soledad al cuadrado. Porque el presente es la mejor de las recompensas.

Es otoño. El sol se apaga un poco cada día, ofreciendo un cielo cada vez más mortecino, cada vez más silencioso, cada vez más triste.

 

Es otoño y se acumulan las emociones. Ha muerto María de Villota, le han dado el Premio Nobel a Alice Munro, estoy sumergido en los libros de Santiago Posteguillo y Extremoduro anuncia nuevo disco.

Es otoño. La estación de tren de las almas perdidas.

Es otoño. Un tiempo en el que conviene estar cerca de toda esa gente que te hace reír sin pedir nada a cambio.

Es otoño y no me importa. Porque la vida sigue siendo un regalo maravilloso.

Una línea recta


Un papel en blanco. Dibuja lo que quieras, te dice. Coges el lápiz despacio, como si pudiese romperse en tu propia fragilidad. Callas. Miras por la ventana. Llueve ligeramente, casi con timidez, mientras el sol parece pelear al fondo, tras una montaña nevada, por intentar asomar su rostro de fuego.

El papel en blanco vuelve a reclamarte. Lo que quieras, te ha dicho. Pero no es sencillo. Es una elección importante. Nada es casual, nada ocurre porque sí, y ese dibujo aún sin pergeñar puede ser una respuesta. Lo que quieras. ¿Y qué es lo que quieres? Ojalá lo supieras, ojalá lo vieras con tanta claridad como ese sueño que nunca olvidas y que acaba, siempre, con tu cuerpo estrellado contra el suelo.

No se oye nada, sólo un silencio denso que rozan el sonido ligero de tu respiración y del lápiz cortando el aire en un giro sin sentido que diseñas cada pocos segundos. Te concentras. Apoyas el lápiz en el papel. Parece reciclado, ligeramente rugoso. La mina por fin contacta con la superficie que no es del todo blanca. Dibujas concentrado durante 5 segundos y luego das un paso hacia atrás, como impulsado por un resorte, para analizar tu dibujo.

Una línea recta. Una metáfora perfecta, piensas. Sin complicaciones. Sin artilugios ni recovecos. Contundente en su simplicidad. Sin principio ni final. Sin mentiras. Sin trucos. Sólo una línea. Con el tamaño perfecto para admirarla pero no demasiado larga como para que parezca pretenciosa. Un trazo contundente repasado dos veces.



¿Por qué una línea recta? No lo sé. Hace unos años seguramente hubiese elegido un dibujo cerrado, lleno de curvas, de ilusiones ópticas, de recovecos imposibles, de miradas escondidas. Pero hoy he elegido la línea recta. La palabra hecha imagen. La esperanza de un futuro que está por llegar. Un viaje a un paraíso por determinar.

¿Y yo? ¿Dónde estoy yo?,  me preguntas con voz triste. ¿Es que acaso te conformas con que sea una línea más, con que nos unamos en algún punto indefinido por un tiempo limitado y que luego cada uno siga su camino sin mirar atrás?

No has entendido nada, te respondo. No es mi línea recta. Es una línea dibujada sobre otra. Es la nuestra. Sonríes. Me abrazas. Nos besamos.

Lo esencial es invisible a los ojos

Días de sol y de nostalgia. Sueños de chocolate que se derriten en la primavera tardía. Mi pecho desnudo apoyado en tu espalda. La arena de la playa, húmeda, bajo nuestros pies. Tus labios reposando en los míos. Solos entre la multitud. Días que se escurren como el humo de ese tren, antes de que cuente tres. Caricaturas del pasado oscuro que se asoman tras cualquier esquina traidora. Palabras que se esconden para no hacer daño. Risas y sonrisas. 

La cara iluminada de esa niña que está aprendiendo a leer. El rostro iluminado de esa mujer que cumplirá su sueño y será madre. 

Generaciones que se cruzan sin descanso, recordándonos a gritos que no somos más que un grano de arena en algo tan grande que no alcanzamos a comprenderlo. Que por muy importantes que nos creamos no somos nada, y a la vez lo somos todo si aprendemos a vivir sin miedo al fracaso. 

Son tiempos de cambio. Otra vez. Un nuevo escalón en una mudanza eterna en la que tu sitio debe seguirte allá donde estés. Sin más requisitos que saber que tu hogar eres tú mismo, que debes aprender a quererte para poder querer a los demás, que si no eres consciente de quién eres no puedes entregarte.

El zorro le dijo al Principito: "He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos". Y añadió: "Lo que hace importante a tu rosa es el tiempo que tú has perdido con ella".

Lo esencial es invisible a los ojos. Pero está ahí. Al alcance de la mano de quien se atreva a cerrar los ojos y a sentir. De quien quiera saltar al abismo cogido de mi mano sin preguntar qué hay más allá. De quien quiera volver a jugarse sus cartas al doble o nada. De quien sepa ver con el corazón todo lo que hay más allá de los muros construidos hace tiempo.

Son tiempos de cambio. Tiempos de chocolate. Tiempos de sonrisas compartidas. Tiempos de saber lo que se quiere y lo que no. Tiempos sin dudas. Tiempos de sueños y de viajes imaginados. Son buenos tiempos.

Pepe Sancho y el salto de Falete

Ha muerto Pepe Sancho y llevo días dándole vueltas a las veces que coincidimos en esta ruleta caprichosa que es la vida. No diré que era un hombre amable ni simpático cuando estaba en privado. No alabaré su fuerza vital ni destacaré que fue un placer trabajar con él simplemente porque se haya muerto. No recordaré lo buen actor que fue y como nos dejó como última herencia televisiva la notable serie 'Crematorio'. Pero sí diré que Pepe Sancho tenía sus momentos, y que cuando los tenía lograba que olvidases por un rato todo lo que habías visto y escuchado durante tanto tiempo.

Y en estos tiempos en que los españoles se agolpan en televisión para ver si un tal falete se tira de un puto trampolín, eso es mucho decir.


Corría el año 2008 cuando Pepe Sancho me guió en un salto al abismo. Fue una noche de verano en el Festival en Mérida, de esas que sólo pasan entre aquellas piedras milenarias. Estaba con la maravillosa B. tras el escenario. Apenas 5 minutos para el inicio del espectáculo y los actores ya calientan, cada uno a su manera. Una canta. otro da saltos y un tercero, más veterano, simplemente pasea. B. le mira y le pregunta con esa sonrisa cándida que espero que nunca pierda: ¿Y qué se siente? ¿Qué se siente cuando sales a este escenario lleno hasta los topes? O le puedes o te puede, responde convencido. Y de pronto nos coge y nos conduce al escenario. Vais a verlo por vosotros mismos, nos grita con la mirada. Y allí estamos, en el escenario, en una noche de verano con el teatro lleno hasta los topes, el corazón encogido y la sensación de que por primera vez en la vida por fin lo has comprendido. Has entendido lo que es ese salto al abismo. O le puedes o te puedes.

Ya en 2010 viajé a Valencia para entrevistar a Pepe. Habíamos quedado en un teatro en el que ensayaba, pero por confusiones varias acabamos en su casa, cerca del aeropuerto. Y allí tuvimos una charla en la que no se guardó nada. Abierto, sincero, contundente. Me decía que había llegado la hora de prohibir simplezas que trataban de ser modernas como el vestir a Creonte de Hitler, que tenía ganas de regresar a Mérida con su inolvidable 'Memorias de Adriano' y me contaba lo poco que le había gustado compartir escenario con Nuria Espert. Una entrevista de esas que no se olvidan.

Ahora Pepe Sancho ha muerto, y no hace mucho sentí el vacío de Carlos Ballesteros y de Juan Luis Galiardo, Y también se ha ido Jerome Savary. Todos ellos tenían sus momentos y todos ellos me regalaron unos cuantos. Historias de Mérida que ya no volverán. 




Pero lo importante es saber si al final Falete salta o no del puto trampolín. El resto sólo cabe en este rincón de las cosas que no importan.

NOTA. Las fotos de Pepe Sancho, Juan Luis Galiardo y Carlos Ballesteros fueron tomadas por JAA en 2010 en valencia, Mérida y Madrid.

La estantería de los tarritos de felicidad

¿Puede que la suma de todos tus errores sea el mayor de tus éxitos? ¿Que todas y cada una de tus decisiones equivocadas te hayan conducido justo hasta donde quieres estar? Ironías del destino. 

Ahora, hoy, después de tanto tiempo, tengo claro que la única felicidad real es la que se sirve en tarros muy pequeños. Está en ese atardecer en una playa portuguesa. En ese baile en el metro de Viena. En la cara de esa niña que escucha su cuento por primera vez. En esos cuerpos enredados. En ese paseo por la arena. En ese vagar sin rumbo por París. En esas confidencias frente a un vaso de cerveza. En esas sonrisas sinceras. En el próximo viaje que planeas. 

Cada uno tiene su propia colección de tarritos en una estantería de su memoria. Y cuando hace mucho tiempo que no añade un tarrito nuevo, es infeliz, es triste... como una caja vacía que espera a ser llenada.



Pero no todo el mundo lo ha comprendido aún. Hay quien busca y nunca encuentra. Quien piensa que el problema está en el cuándo o el dónde, sin entender que las cosas son mucho más simples. Hay quien busca sin saber bien el qué y quien encuentra sin buscar nada. Hay quien sueña, y quien hace sus sueños realidad. Quien nunca alcanza y quien siempre parece llegar a tiempo.

Hoy, sin saber por qué, siento la arena de aquella playa portuguesa enredada entre mis manos, revivo aquel atardecer y recupero, aunque sea sólo por un momento, ese tarrito de felicidad. Y sólo por eso hoy será otro de esos días en los que todo habrá merecido la pena.