"Hola. Me llamo Aylan. Tengo tres años. Soy sirio. Huí de la guerra con mi familia para tener un futuro. En Canadá, donde tenemos familia, no nos acogieron. Nos montamos en un bote y nos lanzamos al mar en busca de todo lo que Europa representa. Ahora estoy muerto".
El 2 de septiembre su cuerpo aparecía inerte, tumbado boca a abajo, en la playa turca de Bodrum. La fotógrafa Nilufer Demir inmortalizó el momento, una de esas imágenes que ya forman parte de la triste memoria colectiva de nuestro tiempo.
Una fotografía que dice más que mil páginas escritas. Una fotografía que cuenta una historia, la del fracaso de la civilización humana. Una fotografía que es un autorretrato brutal y realista del mundo en que vivimos. Una fotografía que nos sirve en bandeja nuestra hipocresía de mundo civilizado.
Un puñetazo en el estómago. Duro. Directo. Sin misericordia. Sin filtros de Instagram. En esa playa de Bodrum estos días los niños no juegan, mueren. Allí nadie se hace foto de los pies para colgarlas en Facebook. Allí, se muere.
Un niño de tres años. En la playa. Muerto.
Un puñetazo en el estómago.
Cada día, mientras comemos, vemos de fondo en el telediario a miles de personas abarrotando una estación de tren en Budapest; apostados frente a una valla y miles de policías que les lanzan gases lacrimógenos; vagando como fantasmas durante cientos de kilómetros. No nos quita el apetito. Pero de pronto. Un niño de tres años. En la playa. Muerto. Un puñetazo en el estómago. Un niño que podría ser cualquier niño. Pero no es cualquier niño. Es Aylan. Tiene tres años. Es sirio. Y ahora está muerto.
Un puñetazo en nuestra hipocresía. ¿Qué creíamos que pasaba en las guerras? En Siria mueren decenas de niños todos los días. Niños como Aylan, pero que no salen en fotografías porque están lejos de aquí. ¿Acaso es que nos molesta que nos lo muestren? Ahora esa muerte tiene un rostro, tiene un nombre y está en nuestras playas.
Y ahora, de pronto, ya no nos molesta que vengan miles sirios y acogerles entre nosotros. Porque hemos visto su rostro. El de un niño de tres años muerto en una playa.
Y decimos que hay que parar la guerra en Siria. Otra vez la hipocresía. Porque hay que acabar con esa guerra, pero nadie dice cómo, aunque todo el mundo sabe que sólo hay un camino que por desgracia ya se ha transitado en muchas ocasiones con resultados dispares.
¿Cuántos de nuestros soldados estamos dispuestos a que mueran para que ningún Aylan más tenga que dejarse la vida en nuestras playas? Porque para acabar con esa guerra hay que mandar soldados. Y en las guerras, los soldados mueren. Puede que no queramos saberlo, pero es así. Y todos los que hoy claman por esa intervención (así, en general, sin concretar) verán cómo les muda el rostro cuando los que vayan allí a jugarse la vida sean sus hijos, sus sobrinos, sus hermanos, sus amigos, sus padres...
Una fotografía que es un autorretrato de una civilización de tres velocidades que ha fracasado y que no sabe cómo solucionar problemas que arrastra desde hace siglos.
Una civilización reflejada en el rostro de un niño. Se llama Aylan. Tiene 3 años. Es sirio. Y ahora está muerto.
Es mucho más que una fotografía. Es una historia. Es un puñetazo en el estómago. Son lágrimas en miles de rostros de todo el mundo. Pero él, tumbado en esa playa, sólo es un niño muerto que huía de una guerra que no sabemos parar.
Pena. Asco. Dolor. Y un niño muerto en la playa con el rostro de todos esos miles de niños que han muerto en Siria y de los que no sabemos el nombre.
"Hola. Soy Aylan. Tengo tres años. Soy sirio. Estoy muerto. Soy todos los niños de la guerra. Soy todos los muertos de todas las guerras. Soy un puñetazo en el estómago. Y ya no me podrás olvidar".
El lugar donde encontrarás aquellas cosas que nadie cuenta porque, la verdad, a nadie le interesan
José Sacristán y sus 7 papeles por 30 duros en el Festival de Mérida
Hoy que se ha conocido la concesión a José Sacristán del premio CERES - Emérita Augusta por su carrera, he recordado la entrevista que le hice para el libro 'Testimonios' que publicó el año pasado el Festival de Mérida. Aunque nunca fue protagonista en el Festival, sí que apareció dos veces sobre la escena del Teatro Romano. La última ocasión fue con motivo de la entrega del premio Scaena a Dario Fo.
Pero muchos antes, en 1964, cuando era apenas un joven actor empezando su carrera, José Sacristán pisó la arena del Teatro Romano de Mérida, y aquel día, según cuenta él, todo cambió. ¿Quieres saber por qué?
Pero muchos antes, en 1964, cuando era apenas un joven actor empezando su carrera, José Sacristán pisó la arena del Teatro Romano de Mérida, y aquel día, según cuenta él, todo cambió. ¿Quieres saber por qué?
¿Qué
recuerda del Festival de Mérida?
Pues para mí fue inolvidable,
porque estoy convencido de que no tuvo ninguna repercusión ni para el público
ni para el resto de los profesionales, pero le puedo decir que supuso un cambio
definitivo en toda mi carrera profesional, debido no al festival ni a la obra
que yo representé, sino a la presencia en él de José María Morera, un director
que se acercó a Mérida para dar las gracias a don José Tamayo por un elogio
anterior.
Fue
en ‘Julio César', con José María rodero y Javier Escrivá como protagonistas…
Yo hacía siete papeles por 30
duros, como lo oye. Entonces entre el público estaba el señor Morera, y al
final me mandó un emisario para decirme que me llamaría para lo primero que
montase en Madrid… y cumplió su palabra. Volvimos con la Compañía Lope de Vega
a Madrid y un representante del señor Morera me llamó para incorporarme a su
compañía en una obra que estrenaban en el teatro Alcázar y que se llamaba ‘Muy
guapo, muy rubio, muy muerto’, donde ya el papel era otra cosa y sobre todo el
aumento del sueldo, que para mí era fundamental, pasé de la s150 a las 250… Ahí
no terminó la cosa. El señor Morera se asoció con Pepita Martín y Manolo
Sabatini, actores que venían de una temporada muy exitosa en Buenos Aires y
montaron ‘La pulga en la oreja’, de Georges Feydeau, y por un corrimiento de
papeles en un momento determinado el señor Morera me ofreció el papel que
cambió de arriba abajo toda mi carrera. Fue pasar de la noche a la mañana pasar
de ser el que sacaba la lanza con Tamayo a que la gente preguntase por mí. Y
todo eso ocurrió a partir de Mérida, que para mí es de vital importancia. En
aquel año 1964 la situación era terrible para mí, y cómo se me va a olvidar que
fue precisamente en Mérida donde todo cambió, porque a partir de ahí las cosas
fueron muy distintas.
¿Qué
recuerda de aquel escenario?
Acojonante, porque te puedes
imaginar lo que suponía… lo que pasa es que entonces mi vida era muy extrema
económicamente hablando, tanto que pasaba hambre, sencillamente. No voy a
dramatizar ahora, pero mi mirada estaba más en mi estómago que en las ruinas
del teatro. Pero realmente allí estábamos con un ejército, en llamas, como José
Tamayo montaba todo esto, con mucha espectacularidad.
¿Nunca
le volvió a surgir la posibilidad de volver al Festival de Mérida?
Me llamaron precisamente para
entregar un premio al maestro Darío Fo, y fue un honor para mí rendirle ese
homenaje merecidísimo, pero la verdad es que nunca hubo otras ofertas
concretas. Bien es verdad que a partir de 1965, cuando hago la primera
película, mi carrera se centró en el cine.
Foto: Festival de Mérida
Todo cambia
Cae el atardecer. Huele a zumo de naranja, a café recio y a
océano portugués. En el silencio de la tarde resuenan la canción de una niña y
el agua al golpear contra la piedra, persistente, una y otra vez. Sólo tú y el precipicio. Sólo la
sangre blanquecina del acantilado convertida en espuma tras cada embestida.
Cierras los ojos. Todo cambia. Nada permanece. Una vez
más. En tu cabeza resuenan esas viejas
canciones que siempre te acompañan. Oyes al boss con su Youngstown, a Calamaro
hablando de lo que pasará dentro de diez años y Extremoduro que te cuenta qué
pasa tras la vereda de la puerta de atrás. Resuenan Offspring, Goran Bregovic,
Nacho Vegas y Johnny Cash.
Todo cambia. Nada permanece.
Lo esencial es invisible a los ojos y hace mucho que
aprendiste que no importa el dónde, sino el qué, el cómo y, sobre todo, el con
quién. Hace mucho. Aprendiste.
El precipicio te observa fijamente, como si te llamase. No
tienes miedo. Todo cambia. Nada permanece.
Abres los ojos y estás frente al espejo. Te encuentras una
mirada que arrastra ya cuatro décadas. En las pupilas encuentras ilusiones,
ideas, proyectos… ganas de vivir. La sensación de que todo acaba de empezar. De
que lo mejor está todavía por llegar.
Parpadeas apenas y estás de nuevo frente al acantilado. Con
el olor a zumo de naranja, a café recio y a océano portugués. Y sin saber por
qué, sonríes. Avanzas con paso firme, sin dudas ni excusas, y el precipicio te
engulle. Una vez más.
Todo cambia. Nada permanece.
Lo esencial es invisible a los ojos.
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