Cae el atardecer. Huele a zumo de naranja, a café recio y a
océano portugués. En el silencio de la tarde resuenan la canción de una niña y
el agua al golpear contra la piedra, persistente, una y otra vez. Sólo tú y el precipicio. Sólo la
sangre blanquecina del acantilado convertida en espuma tras cada embestida.
Cierras los ojos. Todo cambia. Nada permanece. Una vez
más. En tu cabeza resuenan esas viejas
canciones que siempre te acompañan. Oyes al boss con su Youngstown, a Calamaro
hablando de lo que pasará dentro de diez años y Extremoduro que te cuenta qué
pasa tras la vereda de la puerta de atrás. Resuenan Offspring, Goran Bregovic,
Nacho Vegas y Johnny Cash.
Todo cambia. Nada permanece.
Lo esencial es invisible a los ojos y hace mucho que
aprendiste que no importa el dónde, sino el qué, el cómo y, sobre todo, el con
quién. Hace mucho. Aprendiste.
El precipicio te observa fijamente, como si te llamase. No
tienes miedo. Todo cambia. Nada permanece.
Abres los ojos y estás frente al espejo. Te encuentras una
mirada que arrastra ya cuatro décadas. En las pupilas encuentras ilusiones,
ideas, proyectos… ganas de vivir. La sensación de que todo acaba de empezar. De
que lo mejor está todavía por llegar.
Parpadeas apenas y estás de nuevo frente al acantilado. Con
el olor a zumo de naranja, a café recio y a océano portugués. Y sin saber por
qué, sonríes. Avanzas con paso firme, sin dudas ni excusas, y el precipicio te
engulle. Una vez más.
Todo cambia. Nada permanece.
Lo esencial es invisible a los ojos.
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